La ética e la responsabilidad y la decisión autónoma del profesional de Enfermería en la vacunación antigripal

  • Santiago González Sánchez Centro de salud del Llano de Gijón (Gijón, España)
  • María Jesús Romero de San Pío Unidad de cuidados intensivos, Hospital Universitario Central de Asturias (España)
  • Emilia Romero de San Pío CEIm, Principado de Asturias (España)
Palabras clave: Gripe humana, Ética en enfermería, Responsabilidad legal, Autonomía personal, Autonomía profesional, Principios morales

Resumen

Abstract

Bibliografía

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Cómo citar
1.
González Sánchez, Santiago; Romero de San Pío, María Jesús; Romero de San Pío, Emilia. La ética e la responsabilidad y la decisión autónoma del profesional de Enfermería en la vacunación antigripal. Ética de los Cuidados. 2019; 12: 01-6. Disponible en: https://ciberindex.com/c/et/e12595 [acceso: 16/05/2024]
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Marco Teórico
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Esteban Justo el 15/06/2021 a las 15:45:59:
Algunas consideraciones sobre autonomía, responsabilidad profesional y vacunación.
E.G. Justo
En mi opinión existe una tendencia cada vez más difundida de poner en tela de juicio los presupuestos científicos de la salud, y una de sus manifestaciones más perniciosas es la de cuestionar prácticas como la vacunación. Sin embargo, es necesario reconocer que hay un espacio para la autonomía que como pacientes tenemos, incluso los propios profesionales de la salud, frente a la decisión de qué intervenciones terapéuticas aceptamos y cuáles no.
Una práctica como la vacunación, está ampliamente avalada por el conocimiento científico vigente. A pesar de ello, existe un gran número de profesionales de la salud que están dispuestos no solo a cuestionar la vacunación sino a hacer abiertamente campañas en contra de esta intervención sanitaria. En principio como profesionales de la salud es nuestra responsabilidad dar el mejor consejo de salud basada en la evidencia científica más actual. Esta responsabilidad surge mayormente de nuestros códigos deontológicos y está reforzada por la interpretación legal que se hace de nuestra práctica, y en cierto modo, es lo que cimienta la confianza de la gran mayoría de los pacientes que se ponen en nuestras manos, confiando en que existe un marco institucional más amplio que avala el ejercicio que hacemos, y responde a poderes regulatorios del Estado y en última instancia a la ciencia misma como motor comprobado del progreso humano.
Desde el punto de vista estrictamente ético, sin embargo, se están planteando dos conflictos diferentes: por una parte nuestra autonomía de decidir si nos vacunamos o no, frente al deber de beneficencia. Y por otra parte nuestra responsabilidad moral como profesionales, que se proponen ejercer su práctica basados en la evidencia científica, frente a la falta de coherencia entre nuestro sistema personal de convicciones,y esa evidencia científica.
Como bien sabemos existe un espacio de autonomía que en general se considera inviolable para la dignidad humana, y esto ha sido recepcionado por la bioética en numerosas situaciones, siendo la más difundida el consentimiento informado del paciente. ¿Es factible que demos lugar en la práctica biomédica a un respeto cada vez mayor de las dudas y pareceres de los pacientes, dándoles todas las garantías posibles para que puedan decidir de manera libre e informada sobre las medidas terapéuticas que sobre ellos se aplican , y al mismo tiempo exijamos un sometimiento absoluto de nuestros propios pareceres y sensibilidades frente a lo que se demuestra como evidencia científica y por lo tanto se convierte en incuestionable? En una primera impresión, diría que estamos ante un doble estándar si ese fuera el caso, ya que sabemos que el respeto de la autonomía del paciente no puede soslayarse por el hecho de que una decisión sea controversial y desafía los cánones del sentido común por parecernos altamente irracional. Existen muchos ejemplos de ello, como el negarse a transfusiones de sangre por motivos religiosos. La capacidad de tomar decisiones de los pacientes debe evaluarse con criterios objetivos que puedan dar lugar a este tipo de decisiones llegado el caso. Si se puede evaluar que un paciente muestra señales de madurez emocional y psíquica suficiente, si se constata que su estado mental no presenta desequilibrios por influencia de algún proceso endógeno o exógeno, si se comprueba que ha valorado las opciones y tiene una idea clara de la decisión que debe tomar y lo que está en juego, entonces debe respetarse su decisión.
¿No tendríamos que aplicar la misma vara cuando juzgamos a nuestros colegas porque no se avienen a la práctica basada en la evidencia como presupuesto de su ejercicio profesional, cuando no recomiendan la vacunación basados en sus impresiones personales fundamentadas ya sea en experiencias empíricas o motivaciones emocionales, por sobre la ciencia?
Siguiendo a Dworkin, considero que la responsabilidad es un concepto ambiguo, la responsabilidad puede ser usada para describir una virtud ética, pero también puede significar una relación causal, entre personas y eventos. Y estos dos aspectos no deben confundirse, aunque a veces es difícil separarlos.
Por ejemplo ”Poder prever los efectos de un comportamiento y corregirlo a la luz de este conocimiento”, apunta a una definición de responsabilidad en sentido práctico más que en un sentido moral. Ahora bien, tomar recaudo de pensar éticamente todas las implicancias morales de un comportamiento, incluyendo una valoración de los posibles resultados y sus consecuencias morales,eso sí parece estar hablando de responsabilidad moral.
Muchos autores no tienen en cuenta esta distinción cuando descartan sumariamente el concepto de autonomía Kantiana, diciendo que no cumple con los requisitos de evaluar los resultados de las conductas, sin entender que esta interpretación binaria y esquemática de la autonomía Kantiana, esconde la verdadera riqueza y sutileza que aporta esta teoría.
Es frecuente leer, y ha sido vulgarizado por las curriculas de bioética, que Kant absolutiza la intencionalidad de la persona, ignorando los resultados de la acción que se desprende de esa decisión autónoma, y por lo tanto descuidaba una faceta fundamental del ejercicio profesional en cuanto a la responsabilidad de sus acciones. Cuando Kant dice que los efectos de la acción no son los determinantes para entender el deber, no con eso pretende desestimar el efecto como parte constituyente de la voluntad, sino que busca poner en su lugar el orden de los factores: primero las razones, aquellas que abrevan en la concepción del bien, para luego buscar los efectos de ese bien. Por eso plantea la “máxima de la ley universal”, que se debe dilucidar, sin lugar a dudas, sopesando los efectos inmediatos de las acciones. Pero Kant se cuida muy bien de separar el reproche moral de estos efectos mismos, dando a entender que el problema moral es un problema de principios. El problema es que la decisión moral que tomamos terminaría siendo una ley que se contradice a sí misma, y perdería así concordancia con la razón, que es la única guía fidedigna para conocer el valor por encima de cualquier inclinación contingente.
Esto remite a un principio que ya planteó Hume en su momento, y que bien recuerda Dworkin, de que “no existe ninguna serie de proposiciones fácticas de las cuales se pueda deducir una conclusión sobre el ‘deber ser’, a menos que haya un juicio de valor (un argumento moral) de pormedio”.
Y esto es fundamental para tener en cuenta cuando hablamos de responsabilidad y ética: Supongamos que hay dos enfermeros, ambos en ejercicio de su autonomía, tomaron la decisión de no vacunarse, uno de ellos resultó ser fuente de contagio de pacientes que debía cuidar, pero el otro no se enfermo ni contagio a nadie ¿puede esta secuencia de hechos llevar a una valoración moral distinta entre un caso y el otro? parece existir un problema de principios, que es necesario plantear en términos éticos y morales, y que no necesariamente está atado a las consecuencias fácticas puntuales de las decisiones, a esa acepción causal de responsabilidad.
En realidad , si hay algo que puede afirmarse de la autonomía Kantiana, es que si existe un presupuesto necesario para Kant en el ejercicio de la autonomía, es la racionalidad. Y en esta racionalidad no puede caber priorizar impresiones propias o afectos (sean emocionales o ideológicos), frente a fundamentos científicos que justifican el bien mayor o el bien común, esto último sería casi la definición del “imperativo categórico” Kantiano, que nos marca claramente cuál es nuestro deber.
Es ahí donde usualmente se produce la confusión, en cuanto a la explicación Kantiana del deber, porque para distinguir cabalmente el deber, como expresión del valor ético que Kant identifica con el bien como valor supremo de la existencia humana, Kant busca distinguir claramente entre aquellas acciones que los hombres hacen “por deber” de aquellas que son solamente “conforme al deber”, lo que cambia aquí no es la acción en sí sino la intencionalidad del actor, es decir la autonomía justamente.
Y hace esto porque considera que, si bien el ser humano es capaz de decidir libremente, y por ello es intrínsecamente digno, como bien reconocen los autores, no siempre se comporta de ese modo. Kant es muy consciente de que, por el contrario, las personas -los individuos- rara vez actúan “libremente” en el sentido en que Kant define la libertad, sino que por lo general se ven condicionados por sus necesidades, por influencias, por afectos, por sesgos culturales y sociales. Por eso se toma el trabajo de desarrollar con tanto cuidado los fundamentos de la acción libre, de la acción buena per se, aunque a veces el desarrollo no discurre por carriles que nos den recetas de facil aplicación practica- una crítica muy frecuente hacia Kant- tal es así que una joven lectora se lo reprocha en una carta particular al salir la primera edición de su teoría.
Plantear que debemos sustraernos “de la manipulación a la que podemos ser sometidos desde múltiples focos determinados por intereses de diverso tipo” para basar nuestras decisiones en “premisas conscientes, científicas, válidas y autónomas”, es de hecho una postura más radicalmente kantiana, de lo que la mayoría de los autores actuales de bioética se sentirían cómodos al reflexionar sobre la autonomía de los pacientes, sin embargo resulta adecuado para reflexionar sobre nuestro deber como prestadores, como profesionales.
¿Podemos invocar el principio de autonomía para rechazar el ejercicio científico de la profesión? debemos reprochar a nuestros colegas que no recomiendan la vacunación, que están ignorando los fundamentos mismos de la disciplina que los pone en el lugar de ejercer el consejo y la práctica sanitaria. No sería coherente ponerse un guardapolvo y utilizar un título que apela a una opinión autorizada por sobre los demás en temas sanitarios, si al mismo tiempo desconocemos la fuente misma de esa autoridad que es la evidencia científica, la ley se contradeciría a sí misma.
Pero ¿Qué pasa cuando lo que se cuestiona es justamente la falta de cientificidad detrás de una vacuna? Todos conocemos las polémicas suscitadas en torno a las aprobaciones de emergencia de las vacunas contra el COVID19, que han llevado a saltear procesos diseñados para dar garantías de seguridad y eficacia de acuerdo con los estándares científicos vigentes. Y entonces debemos cuestionarnos, si no es la ciencia la que nos mueve a considerar una vacuna como respuesta terapéutica, ¿Que es? ¿La conveniencia política, económica? ¿La necesidad de dar respuesta a una sociedad que demanda soluciones? Frente a una práctica o recomendación que está avalada por evidencia incompleta o provisoria, esta misma autonomía debería impulsarnos a cuestionar nuestra responsabilidad en su acepción moral, es decir los valores que movilizan nuestro accionar y sus fundamentos. Debería interpelarnos para desestimar cualquier práctica que contradiga la evidencia científica, y sugerirnos máxima cautela para aquellas sobre las que no hay evidencias y datos concluyentes.
Sería ideal que el marco institucional y legal en el cual nos manejamos, no nos sometiera a este tipo de contradicciones. Si las cosas funcionan tal como están diseñadas, esto no debería suceder: deberían haber mecanismos de reaseguro como comisiones de expertos y comités éticos, así como asociaciones profesionales y científicas, que con un grado de independencia y experticia, pudieran garantizar cualquier injerencia sobre nuestras prácticas, dando opiniones sobre temas controvertidos y clarificando hasta donde se pueda saldar determinados temas. Pero vemos que no hay intervenciones certeras ni oportunas sino más bien silencio y declaraciones lavadas que parecen responder a cierta obsecuencia y supeditación al poder de turno.
En este panorama es cuando más se siente la angustia moral de la autonomía y la contradicción entre actuar por deber o “conforme al deber”, nadie parece poder socorrernos de esa libertad moral que sentimos pesa sobre nuestras manos.
La demanda social de soluciones es una pretensión genuina a la que todos los actores del sistema de salud nos sentimos obligados a dar respuesta. Pero esa voluntad desiderativa de querer llevar cuanto antes soluciones y alivio no puede someternos a una tiranía de aceptar continuamente soluciones que comprometen nuestra integridad en nombre de lo “posible”, y suspender nuestro juicio crítico mientras cruzamos los dedos y esperamos lo mejor. Ese no es el papel que necesitan de nosotros nuestros pacientes.

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